Ignacio Belieres, fundador de Epic Aerospace, lanzó a sus 25 años uno de los primeros vehículos de transferencia orbital del mundo
Ignacio Belieres se despertaba y pensaba en los cohetes, ya desde los doce años de edad. También, en la Estación Espacial Internacional, que orbita a 27.600 kilómetros por hora, allá lejos en el cielo oscuro.
Durante instantes, su obsesión dejaba atrás el hogar del barrio porteño de Recoleta y volaba por ese espacio que lo hipnotizaba, tal vez por herencia de su madre azafata.
Quizá fantaseara con que una docena de años después iba a lanzar una nave espacial. Pero no con que sería el primer vehículo de transferencia orbital de nuestra región. Mucho menos que se prepararía para pelear por un mercado de inserción geoestacionaria estimado en 3.000 millones de dólares, con apenas un puñado de competidores de Australia, Alemania, California, Francia e Italia.
Pero ese día de 2011, desde el banco del aula de primer año del ILSE (Instituto Libre de Segunda Enseñanza), se asombraba con el lanzamiento orbital y la recuperación de la SpaceX Dragon I.
Meses atrás, la compañía de Elon Musk había empezado a probar si las naves reutilizables podían ayudar a reducir los costos aeroespaciales. “Bueno, bueno, Ignacio”, lo inquietaron en aquella oportunidad unas palabras.
En su escritorio, a pocos metros, estaba sentado el profesor al que le había explicado que quería crear una empresa aeroespacial.
“Usted va a ir a Silicon Valley…”, oyó del educador, quien sacudía su cabeza, se reía y le auguraba “buena suerte”.
En el mundo del futuro, especulaba, si lo que era exclusivo de la NASA lo podía llevar a cabo un emprendimiento privado, el portal hacia el espacio se abría de paren par.
Incluso para un adolescente que experimentaba, en la terraza, con motores y combustibles diseñados luego de vertiginosas indagaciones en Internet.
A no más de cinco cuadras de su casa, Emiliano Kargieman coincidía. Había conseguido apoyo financiero del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación y técnico por parte del INVAP.
Desarrollaba el prototipo del nanosatélite CubeBug-1,que lanzaría el 26 de abril de 2013. Los ojos de Belieres brillaban.
“Si se está haciendo acá, todo el mundo lo va a hacer”, recuerda ahora que reflexionó aquella jornada en la que visitó a quien considera un referente. Ni Boeing, Lockheed Martin ni Airbus podrían ya decirle que no sea tonto y que no será capaz de hacerlo.
Esa obsesión insensata ya se había despertado. Cada mañana, mientras desayunaba, Belieres daba vueltas y vueltas, mirando el vacío y repasando el problema logístico que planteaban los cohetes convencionales.
Era 2014 y aún la mayoría de los satélites pequeños se lanzaba junto con otros de mayor envergadura. Pero una noticia, que primero no entendió en su justa medida, lo obligó a pensar un poco.
En marzo de ese año, Vladimir Putin había firmado la anexión de Crimea. Pronto, las empresas de satélites se quedaron sin el transporte, que realizaba el consorcio ruso-ucraniano Kosmotras, desde la Base Aérea de Dombarovsky, a escasos kilómetros de la frontera rusa con Kazajistán.
Poco a poco, la visión se fue aclarando. Un cohete. Los satélites pequeños. Sus órbitas. Las empresas de telecomunicaciones. Una voz interior le sugirió la idea.
Podía diseñar el vehículo y armar una empresa de transporte orbital. Nadie mejor que él, tembló al imaginarlo, aunque ese concepto se modificaría, más tarde, para dar lugar a Epic Aerospace.
“Bueno, tengo que diseñar el cohete en 3D, armar el plan de negocios e ir a la Universidad Stanford a buscar ayuda”, planeó ya en 2015. Había terminado el colegio secundario y conseguido una beca full ride, que cubría los gastos, en la casa de estudios ubicada al sur de San Francisco, donde Vint Cerf diseñó Internet, y Larry Page y Sergey Brin crearon Google.
“El primer profesor se me rio en la cara. El segundo, también”, evoca ahora. Solemnemente, el tercero le recomendó que completara la carrera de grado y una maestría, para luego ver el plan de negocios. Quedaban menos opciones. Intentaba entusiasmarse cuando comenzó a construir el cohete en su habitación.
Suspiró, mitad contento, en el momento en que le permitieron usar el taller. En seis meses y con 5.000 dólares prestados, allí finalizó la mole de cinco metros de altura.
Con más de 50 grados de temperatura, el Desierto de Mojave lo esperaba para ensayar el lanzamiento. “Pero no anduvo. ¿Por qué? Porque no había probado antesel motor”, no lo podía creer.
Empezó de nuevo. Ya no concurría a la universidad y vivía en un Airbnb. Con la plata que ahorraba de la comida y el hospedaje, preparó un banco de prueba de motores.
“Al primer intento, se incendió“, mueve la cabeza.
Otra vez. Construyó un motor de 1.000 kilómetros de empuje a combustible líquido. Magnífico. Precioso.
“Pero se rompió”, deja de sonreír.
Lo asaltaron las dudas. Cierta tristeza le pesaba. ¿Podría? ¿Los agoreros tendrían razón? Con 500 dólares y la mano que le dio un proveedor para examinar las soldaduras, en la última tentativa, el motor arrancó.
La nave
Ignacio Belieres dejó la universidad californiana en 2017 y se volvió a la Argentina, juntándose con inversores y tratando de levantar capital. Aún tenía la ilusión en el estómago, como una cosquilla. Pero las premisas iban quedando en el camino: “El precio del lanzamiento que había calculado era de 15.000 dólares por kilo de satélite, mejor que el de SpaceX incluso en la actualidad”.
Los inversores ángeles le explicaban que tenían dinero para él. De hecho, en enero de 2019 cooperaron con unos 100.000 dólares. Pero no para un modelo de negocio basado en construir cohetes con el fin de transportar satélites pequeños.
No podía ser tonto y, en un parpadeo, cambió de idea. Vio con deseo anticipatorio la nave de sus anhelos. Para transportar satélites desde la órbita terrestre baja, a 500 kilómetros de nuestro planeta, donde los dejan los cohetes, hasta la órbita geoestacionaria, a 35.786 kilómetros, necesitaba precisión suiza.
Tenía que erigir un vehículo espacial barato y muy rápido, aunque no escupiera llamaradas. Luego de la enorme convulsión que había supuesto el diagnóstico de los inversores, por fin Epic Aerospace despegaba.
Para la fe de bautismo, eligió como nombre una metáfora de los impulsos intensos, salvajes, extraños y estremecedores que dieron forma a los avances humanos. Sentado en el asiento del piloto de la compañía y con las manos volando entre los controles, Belieres ya no podía detenerse.
Sólo podía seguir y seguir. Sumó a Ricardo Lang, actual ingeniero jefe de Estructuras y ex Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), y a Guido Marinelli, ingeniero de Sistemas de Control de Guía y Altitud y ex VENG.
Pero estaba todavía allí. La nave por construir guardaba silencio. Lo mismo, el potente motor de esa terrible máquina. El sueño aún era insolentemente falso.
Riéndose, debe haber pensado aquella vez: “A preparar las valijas. Nos vamos de vuelta a San Francisco”. Emocionado y casi sin creerlo, había sido admitido por Y Combinator, la aceleradora de startups que ayudó a Airbnb, Dropbox, Reddit, Twitch y Rappi.
“Tengo 21 años y estoy construyendo cohetes desde los 15. Con Epic, queremos mover satélites a su órbita final“, recuerda que expresó aquel día.
“Fue el pitch más simple y, por eso, el mejor”, atestigua. De los mentores recogía exigencias: “Tenés que tener en claro quién es tu cliente y hacer algo que ame“.
De los potenciales usuarios, también: “La nave tiene que ser compacta para entrar en oportunidades de lanzamientos compartidos, mover cuatro satélites de 50 kilos cada uno, y cambiar su altura en varios miles de kilómetros”.
Pero estas naves cuestan millones. De hecho, sólo el sistema impulsor exigía un tiempo de entrega de 18 meses. “El motor tiene que ser de alta performance y lo tenemos que hacer nosotros“, se repetía a sí mismo.
Sin perder la confianza, Belieres cerró en agosto de 2019 una nueva ronda de inversión de un poco más de 1.000.000 de dólares, y, tal vez encomendándose, se puso a trabajar.
Luego de cinco meses de sopletes, trozos de metal, artificios de fuego y secretos insultos, a la caída de la tarde del 14 de enero de 2020 estaba listo para el primer ensayo.
“El motor hizo una llamarada y salió volando cinco metros“, hace memoria. El campo de Ezeiza donde se perpetró la prueba permaneció en silencio. Hasta que los primeros murmullos transmutaron en reacciones airadas.
¡No sirve! Al menos no estalló en pedazos. Lo habíamos preparado muy bien. Muchachos, vamos a repetir el ciclo. Tenemos que construir un banco de ensayos y un nuevo motor. El 19 de marzo siguiente, a las 20.00, con los ojos y el resto de los sentidos de todo el equipo de trabajo como testigos, llegó el turno del segundo ensayo.
“El motor encendió durante medio segundo y después se apagó“, se lamenta. Pero recién el día después se desencadenaría la verdadera tragedia. La pandemia de COVID-19, con su secuela de muerte, había arribado a nuestro país.
Todo quedó en silencio, como un péndulo detenido. Luego, las agujas horarias comenzaron a dar vueltas, el tiempo se deslizó, y los meses sin ensayos se sucedieron.
Cuando las llaves abrieron los candados cerrados durante la cuarentena, sin embargo, el emprendimiento dio un salto. Al equipo de trabajo le tocó bailar con más de 80 pruebas de motor y tres iteraciones de banco de ensayos.
La puerta se había franqueado de par en par. Belieres dio un paso hacia adelante.¿Hacia el vacío? No. “Tenemos que lanzar a órbita y probar que podemos hacer una nave espacial”, sonrió aquella vez.
El verde capital seguía flotando cerca de la iniciativa. Si bien prefiere no precisar la cifra, levantó lo suficiente para comprarle a SpaceX, en octubre de 2021, el lanzamiento previsto para el mismo mes del año siguiente.
“Fue una apuesta all-in. Nos la jugamos”, recapacita ahora. Tal vez volvió a encomendarse. Pidió que nada destruyera esa ilusión durante los próximos doce meses.
Que la fábrica que venía montando en Ezeiza le permitiera lograr un motor más pequeño y eficiente. Que consiguieran ensamblar en Uruguay las partes importadas que no ingresaban a nuestro país. Que llegara con las estructuras. Que el tiempo pasara sin un error.
“Hicimos 200 ensayos de motor en seis meses, y trepamos de un 80 a un 96% de eficiencia. A fin de julio, trasladamos la nave ensamblada, con las válvulas, elsistema de propulsión, parte de la aviónica y la estructura para probarla durantedos meses a la Universidad Nacional de La Plata”, se sentía feliz.
El azar, o peor, un huracán, difirió el lanzamiento. Pero ayudó a la misión. “Si hubiera sido en octubre, posiblemente no hubiésemos llegado”, confiesa.
Recién el 26 de noviembre, entonces, viajó con un equipo de diez personas a Cabo Cañaveral, con todas las aprobaciones de la Fuerza Espacial de los Estados Unidos en la mochila.
Lo que viene
El 3 de enero de este año, finalmente, los sacrificios tuvieron su recompensa. La necesidad de emplear recursos propios para todo lo que los proveedores cotizaban demasiado caro.
Las noches en vela o durmiendo directamente en la fábrica. La urgencia de equiparar el crecimiento de la empresa con el del equipo de trabajo. Epic Aerospace lanzó ese día CHIMERA LEO 1, de 1,20 metro por 1,20 metro por 82 centímetros y 120 kilos, con impulso específico de 295 segundos; una masa útil de 200 kilos, y un delta-v (mide la cantidad de esfuerzo para llevar a cabo una maniobra orbital) de 950 metros por segundo.
Según su creador, el primer vehículo de transferencia orbital de América Latina. Luego de separarse con éxito de la misión SpaceX Transporter 6, si bien brillaban, las caras cambiaron cuando sobrevino la falla.
“Esperábamos mover la nave mucho más. Pero tuvimos desperfectos en el sistema de aviónica que habíamos comprado”, admite, con dolor. “Es parte del aprendizaje”, agrega, sin poder olvidarlo.
“Pero lanzamos y se destrabó la parte comercial“, agradece. Si bien prefiere no aportar datos concretos, asegura que ya tiene dos clientes y que está generando ingresos a raíz de la venta de una nave.
“Aspiramos a llegar a un punto de equilibrio en un año, con revenue por unos pocos millones de dólares”, suelta. Considera, por supuesto, que la firma Euroconsult pronostica 120 vehículos de transporte orbital en funcionamiento para 2031.
Y que las constelaciones de satélites -usualmente en el orden de los 200 kilos de peso- de firmas de telecomunicaciones e Internet serían los pasajeros más probables.
También medita que la percepción de una demanda insatisfecha para un mercado de inserción geoestacionaria estimado por encima de los 3.000 millones de dólares ya atrae los bríos de competidores como Launcher e Impulse Space.
Pero además de firmas de la talla de Atomos, D-Orbit, Exolaunch, Exotrail, Momentus y SpaceMachines. Quizá por la mitad del año próximo, entonces, pueda lanzar una segunda misión.
Esta vez, con la nave CHIMERA GEO, de 1,40 metro por 1,20 metro por 60 centímetros y 115 kilos, con impulso específico de 310 segundos; una masa útil de 200 kilos, y un delta-v de 1.800 metros por segundo.
Según su creador, la de mayor desempeño del mundo. “Tiene el doble de capacidad de la competencia para acelerar un satélite a 6.480 kilómetros por hora y llevarlo de una órbita de transferencia a una geoestacionaria. Y a un precio de 1.250.000 dólares, tres veces más barato que cualquier otra opción”, vende.
Quizá para 2025 pueda evolucionar así hacia una especie de freight-forwarder (en logística internacional, operadores de transporte que brindan servicios específicos) espacial.
De esta manera, podría ampliar la eficiencia del transporte de satélites de “última milla” y al menos quintuplicar las ventas.
“El objetivo es comprar cargas en todos los lanzamientos de SpaceX. Con un par de empresas que lancen seis satélites por año, podemos llegar a una facturación de 100.000.000 de dólares“, cumple cabalmente su trabajo de ser optimista.
Quizá para 2026 esté en condiciones de despachar una constelación de unas 50 naves reusables, capaces de conformar una red de transporte, con centros dedistribución y estaciones de servicio.
“Pronto estaremos arrancando un nuevo road de capital, que nos permita llevar adelante todo esto y transformarnos en el proveedor de facto para todo el mercado. Queremos ser el SpaceX del transporte orbital“, no teme a caer en lo absurdo ni apecar de inocente.
¿Será capaz de simplificar un reto tan complejo? ¿Habrá visto cosas que nunca hubiéramos podido imaginar? ¿Podrá haber atravesado la distancia entre el sueño de un adolescente y un punto de inflexión en la historia de la industria aeroespacial? ¿O todo se perderá en el tiempo?
En la entrevista exclusiva que ofreció a iProUP, en un bar histórico del barrio porteño de Recoleta, no tuvo dudas en contestar que tiene la oportunidad y por lo tanto, subrayó, la responsabilidad de hacerlo.